miércoles, 8 de mayo de 2013

"Coloquio entre tú yo yo". Parte I

Relato creado en 2012. Reflexiones.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Invierno

 
“-Hola. Sí, te estoy hablando a ti. Hacía mucho tiempo que no hablábamos, ¿verdad?

¿Cuánto, años, meses o semanas? Ya no lo recuerdo. En fin, me alegro de que nos hayamos visto otra vez. Cierto es que tenía muchas ganas de verte. ¿Cómo te va la vida? Ya es que no sé nada de ti. Nos separamos en el tiempo hace ya mucho. ¿Te acuerdas? En aquella rotonda, la del parque que te gustaba tanto, donde quedábamos siempre.

¡Qué recuerdos aquellos! Todos los días nos veíamos y echábamos una parrafada mientras caminábamos. Y si llovía o no nos apetecía nos íbamos al café de los asientos de rayas azules. Y nos tomábamos algo. Y hablábamos sobre lo que nos iba  a deparar la vida, o el destino. O también de lo que nos había pasado desde la última vez que nos habíamos visto. Y, porqué no, de nuestros sueños y de nuestro pasado; de nuestras familias y antepasados, y de muchas otras cosas. Cabía lugar así mismo para los temas más actuales. ¡Cómo te ponías cuando discutíamos sobre lo que nos diferenciaba! Yo siempre elegía el negro, y tú siempre el blanco. Y te enfadabas. Porque no comprendías porqué escogía el negro. Y yo te decía cada vez que me mirabas con cara extraña que nunca me iba a gustar el blanco, y que a ti jamás te gustaría el negro. Porque éramos tan distintos… y tú tampoco entendías eso. Y cuando no entendías algo me sonreías, enseñándome mucho los dientes, de oreja a oreja, como el gato Risón, el de Alicia. ¡Cómo te gustaba ese gato! Sonreías como él. Y mientras intentabas comprender el porqué de las cosas, yo me preguntaba porqué sonreías así. Y tú siempre me respondías que puede haber un gato que no tenga sonrisa, pero que nunca me iba a encontrar una sonrisa sin gato. Y entonces era yo el que sonreía, y sonreías tú también. Y cuando eso sucedía la gente nos miraba raro. Siempre nos pasaba eso. Y nosotros mirábamos a la gente también. Porque nos parecía raro que les extrañara ver a otra persona reírse. Y les regalábamos una sonrisa, amistosa, verdadera y sincera. Alguna vez no nos devolvían la sonrisa, pero muchas otras sí. Comprendíamos a la vez entonces que debemos regalar una sonrisa a la otra persona, sea quien sea, porque no nos vamos a arrepentir, y tal vez esa persona nos la devuelva, como muestra de gratitud, porque no cuesta hacerle un poco más feliz el día a otro ser humano. Cuando nos poníamos a filosofar sobre los valores de la vida siempre acabábamos en este punto. En la sonrisa, en la risa y en la felicidad. Si estábamos en el café de los asientos con rayas azules y estábamos pensando y recapacitando sobre el mundo nos poníamos en una mesa alejada, para que no nos molestasen. Siempre coincidíamos en estos días. Quedábamos en la rotonda, nos saludábamos, nos sonreíamos y asentíamos a la vez. Si esto pasaba nos íbamos al café y buscábamos una mesa alejada. Recuerdo que estos días surgían con frecuencia en invierno, cuando hacía frió y no apetecía andar por el parque. Me acuerdo también que en estos días nublados eras tú el que comenzaba a hablar. Mirabas los árboles, con sus esqueletos al desnudo, fríos y tiesos, inertes, casi muertos…y suspirabas, y yo te preguntaba que qué te pasaba, y me respondías que esa muerte general de la vida en invierno te provocaba tristeza. Entonces nos parábamos frente al lago de los patos, donde en invierno no había patos, y el charco estaba helado. Tampoco se veían los peces, ni las barquitas. Nos sentábamos en el césped descolorido y pobre, cubierto a veces por escarcha.

 Mirábamos al lago, y me decías que adónde se habían ido los patos. Yo sonreía para mis adentros, siempre habías tenido un alma un tanto infantil, delicada, frágil, inocente…pero no me importaba y te respondía que los patos habían emigrado a un lugar más calentito donde pasar el invierno. De nuevo me preguntabas que dónde estaban, y yo te decía que a un lugar muy lejos, volando por entre las nubes algodonadas y tormentosas. Cuando te decía eso habrías mucho la boca, como sorprendido y a la vez comprendiendo, y mirabas al cielo y susurrabas que a ti también te apetecía emprender un viaje muy lejos. Luego te levantabas, corriendo, muy deprisa, y me tendías la mano para que me levantara yo también. Y te la cogía y entonces echabas a correr, gritándome alegremente que te siguiera. Y acabábamos entre los arbustos. Tú siempre me contabas que aquello era un laberinto enorme. Yo asentía, pues de verdad casi siempre nos perdíamos entre las ramas espinosas, heladas por el frío. Cuando salíamos de nuestro escondrijo volvíamos al café de los sofás de rayas azules. Y nos contábamos historias fantásticas, muchas veces inventadas en ese momento, y nos las creíamos al pie de la letra. Y nos asustábamos, nos reíamos…

¡Ay compañero! ¿Por qué era todo tan fugaz? Quedábamos pronto y nos parecía que las horas se nos pasaban volando. Decías que la vida es algo muy fugaz, y que hay que disfrutarla y apreciarla en todo su esplendor, viviendo cada día como si fuera el último. Saboreándolos intensamente. Yo en cambio te reprochaba que no es así. Que debemos tener los pies en la Tierra, que no debemos soñar con cosas imposibles, que tenemos que tener cabeza amueblada y no cometer imprudencias…

Así nos podíamos pasar una tarde entera, sobre qué modelo de vida era mejor. Y al día siguiente venías tú, todo ilusionado, subías las escaleras y llamabas intensamente a la puerta de mi piso. Solían ser las 12 o la 1 de la mañana cuando llamabas, no te gustaba madrugar. Yo en cambio  pronto, a las 7 o a las 8  estaba de pie. Cuando venías a mi casa era siempre por alguna razón, bien porque cuando desayunabas encontrabas algo curioso mientras veías la televisión o escuchabas la radio, bien porque habías ido a buscar el pan y encontraste algo interesante y querías que fuera la primera persona en saberlo, o bien por el motivo de la mayoría de las veces: una nueva manía.

Cuando eso pasaba entrabas corriendo a mi casa y te tirabas a lo loco en cualquier puf o en el sofá. Recuerdo bien cuando te dio por los mitos griegos. Fue después de que vieras el tema que estaba estudiando. Tenía mucho que hacer aquel día, pero me senté y te escuché. Te habías pasado toda la noche buscando información sobre aquellos seres. Me contabas apasionado los dramas amorosos que se asemejaban a las telenovelas que veías. Solo que estos no estaban en la televisión y eran entre dioses.

A mí todo aquello me parecía absurdo. Un montón de seres irreales que no existieron y que jamás existirán. Te decía intentando apaciguarte que no eran más que tonterías. Que te ciñeras a lo real. Entonces me mirabas con ojos enfadados, y me decías que eso ya lo sabías, pero que un punto de fantasía no destrozaba tus ideas. Volvías a lo que me estabas contando tras una pausa, como si lo que te hubiera dicho te daba igual. Y tras un rato contándome los diferentes mitos sobre el origen de las cosas conseguías captar mi atención. Cuando pasaba eso te miraba con ojos curiosos, deseoso de saber más, de que me contaras más. Al cabo de bastante rato te pedía que me dejaras hacer mis trabajos y estudiar un rato, que por la tarde nos veríamos para compartir y comparar ideas.

Me dejabas solo, con mis cosas de “persona mayor” como decías. Yo organizaba el salón, porque tú lo habías desorganizado todo, y me sentaba a estudiar, porque la semana siguiente o la próxima tenía exámenes que atender.

Luego llegaba la tarde, y de nuevo a la rotonda. Entonces me preguntabas entusiasmado qué pareja de las que me había contado antes me gustaba más.

 Y yo pensaba, y mientras pensaba tú ya habías comenzado con una ristra de nombres conjuntos de las parejas que más te gustaban. Y cuando habías terminado yo te decía las mías. Tú siempre tan impulsivo, sin esperar un minuto a que pudiera decir lo que quería…impaciente, incansable, interminable y a veces resultabas agotador.

Cuantos momentos, cuantas conversaciones que quedaron borradas y llevadas por el viento frío invernal, otoñal, entre las hojas, arrastradas por el vendaval, sepultadas en la tumba que solo tú sabes donde está. ¿Cuándo terminarás? Loco, demente, juguetón y saltarín. Imposible de frenar. Cabezota cuando algo se te metía entre ceja y ceja, y no parabas hasta llegar a ello. La verdad es que esa capacidad la admiro, y sé que tú también. Somos dos luchadores ya viejos, cansados, exhaustos por lo que hemos pasado. En la última recta, le damos una moneda a Caronte para que nos lleve en su barca por el lago Averno. Y cuando llegamos a la puerta del Inframundo tú te das la vuelta, dices que eres demasiado joven, que aún no te ha llegado el momento, que te quedan energías y fuerzas aún para continuar. Me dices que burlarás la Muerte, que la estrecharás la mano y te despedirás de ella, porque Ella también sabe que aún es demasiado pronto. Y entonces te giras, antes de irte, me tiendes la mano y me sonríes, como cuando no entiendes algo, igual. Y en ese momento te digo que estoy muy cansado, que no tengo ganas de seguir, que mi juego ha terminado y he perdido. Y no sé como tú me agarras del brazo, despides a Hades con  la mano sonriendo y a su esposa Perséfone. Te giras, me vuelves a ver a mirar, de nuevo me sonríes, y sin saber como esa sonrisa me da fuerzas. Entonces ya somos dos los que caminamos de nuevo a la vida. Caronte está en su barca, nos mira enrarecido, y tú le sonríes, y él comprende. Nos permite subir de nuevo a su barca, pero esta vez vamos hacia un sendero distinto. Nos cruza nuevamente el lago Averno en su barca y nos deja en la orilla. Tú le vuelves a sonreír, siempre consigues burlar la Muerte, siempre tiras de mí cuando ya estoy muerto, o pienso que lo estoy, y me agarras con fuerza y me levantas, y entonces ya vuelvo a ser el mismo. Volverá a pasar el tiempo hasta que volvamos a morir, pero sé que tú estarás ahí para burlarla e irás repartiendo sonrisas risonas entre los demás, entonces sonreiré yo también, y volveremos a quedar en la rotonda. Comentando como otra vez has conseguido salir del fondo.

 

 

 

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario