Invierno
¿Cuánto, años, meses o semanas? Ya no lo recuerdo. En fin, me alegro de
que nos hayamos visto otra vez. Cierto es que tenía muchas ganas de verte.
¿Cómo te va la vida? Ya es que no sé nada de ti. Nos separamos en el tiempo
hace ya mucho. ¿Te acuerdas? En aquella rotonda, la del parque que te gustaba
tanto, donde quedábamos siempre.
¡Qué recuerdos aquellos! Todos los días nos veíamos y echábamos una
parrafada mientras caminábamos. Y si llovía o no nos apetecía nos íbamos al
café de los asientos de rayas azules. Y nos tomábamos algo. Y hablábamos sobre
lo que nos iba a deparar la vida, o el
destino. O también de lo que nos había pasado desde la última vez que nos
habíamos visto. Y, porqué no, de nuestros sueños y de nuestro pasado; de
nuestras familias y antepasados, y de muchas otras cosas. Cabía lugar así mismo
para los temas más actuales. ¡Cómo te ponías cuando discutíamos sobre lo que
nos diferenciaba! Yo siempre elegía el negro, y tú siempre el blanco. Y te
enfadabas. Porque no comprendías porqué escogía el negro. Y yo te decía cada
vez que me mirabas con cara extraña que nunca me iba a gustar el blanco, y que
a ti jamás te gustaría el negro. Porque éramos tan distintos… y tú tampoco
entendías eso. Y cuando no entendías algo me sonreías, enseñándome mucho los
dientes, de oreja a oreja, como el gato Risón, el de Alicia. ¡Cómo te gustaba
ese gato! Sonreías como él. Y mientras intentabas comprender el porqué de las
cosas, yo me preguntaba porqué sonreías así. Y tú siempre me respondías que
puede haber un gato que no tenga sonrisa, pero que nunca me iba a encontrar una
sonrisa sin gato. Y entonces era yo el que sonreía, y sonreías tú también. Y
cuando eso sucedía la gente nos miraba raro. Siempre nos pasaba eso. Y nosotros
mirábamos a la gente también. Porque nos parecía raro que les extrañara ver a
otra persona reírse. Y les regalábamos una sonrisa, amistosa, verdadera y
sincera. Alguna vez no nos devolvían la sonrisa, pero muchas otras sí.
Comprendíamos a la vez entonces que debemos regalar una sonrisa a la otra
persona, sea quien sea, porque no nos vamos a arrepentir, y tal vez esa persona
nos la devuelva, como muestra de gratitud, porque no cuesta hacerle un poco más
feliz el día a otro ser humano. Cuando nos poníamos a filosofar sobre los
valores de la vida siempre acabábamos en este punto. En la sonrisa, en la risa
y en la felicidad. Si estábamos en el café de los asientos con rayas azules y
estábamos pensando y recapacitando sobre el mundo nos poníamos en una mesa
alejada, para que no nos molestasen. Siempre coincidíamos en estos días.
Quedábamos en la rotonda, nos saludábamos, nos sonreíamos y asentíamos a la
vez. Si esto pasaba nos íbamos al café y buscábamos una mesa alejada. Recuerdo
que estos días surgían con frecuencia en invierno, cuando hacía frió y no
apetecía andar por el parque. Me acuerdo también que en estos días nublados
eras tú el que comenzaba a hablar. Mirabas los árboles, con sus esqueletos al
desnudo, fríos y tiesos, inertes, casi muertos…y suspirabas, y yo te preguntaba
que qué te pasaba, y me respondías que esa muerte general de la vida en
invierno te provocaba tristeza. Entonces nos parábamos frente al lago de los
patos, donde en invierno no había patos, y el charco estaba helado. Tampoco se
veían los peces, ni las barquitas. Nos sentábamos en el césped descolorido y
pobre, cubierto a veces por escarcha.
Mirábamos al lago, y me decías
que adónde se habían ido los patos. Yo sonreía para mis adentros, siempre
habías tenido un alma un tanto infantil, delicada, frágil, inocente…pero no me
importaba y te respondía que los patos habían emigrado a un lugar más calentito
donde pasar el invierno. De nuevo me preguntabas que dónde estaban, y yo te
decía que a un lugar muy lejos, volando por entre las nubes algodonadas y
tormentosas. Cuando te decía eso habrías mucho la boca, como sorprendido y a la
vez comprendiendo, y mirabas al cielo y susurrabas que a ti también te apetecía
emprender un viaje muy lejos. Luego te levantabas, corriendo, muy deprisa, y me
tendías la mano para que me levantara yo también. Y te la cogía y entonces
echabas a correr, gritándome alegremente que te siguiera. Y acabábamos entre
los arbustos. Tú siempre me contabas que aquello era un laberinto enorme. Yo
asentía, pues de verdad casi siempre nos perdíamos entre las ramas espinosas,
heladas por el frío. Cuando salíamos de nuestro escondrijo volvíamos al café de
los sofás de rayas azules. Y nos contábamos historias fantásticas, muchas veces
inventadas en ese momento, y nos las creíamos al pie de la letra. Y nos
asustábamos, nos reíamos…
¡Ay compañero! ¿Por qué era todo tan fugaz? Quedábamos pronto y nos
parecía que las horas se nos pasaban volando. Decías que la vida es algo muy
fugaz, y que hay que disfrutarla y apreciarla en todo su esplendor, viviendo
cada día como si fuera el último. Saboreándolos intensamente. Yo en cambio te
reprochaba que no es así. Que debemos tener los pies en la Tierra, que no debemos
soñar con cosas imposibles, que tenemos que tener cabeza amueblada y no cometer
imprudencias…
Así nos podíamos pasar una tarde entera, sobre qué modelo de vida era
mejor. Y al día siguiente venías tú, todo ilusionado, subías las escaleras y
llamabas intensamente a la puerta de mi piso. Solían ser las 12 o la 1 de la
mañana cuando llamabas, no te gustaba madrugar. Yo en cambio pronto, a las 7 o a las 8 estaba de pie. Cuando venías a mi casa era
siempre por alguna razón, bien porque cuando desayunabas encontrabas algo
curioso mientras veías la televisión o escuchabas la radio, bien porque habías
ido a buscar el pan y encontraste algo interesante y querías que fuera la
primera persona en saberlo, o bien por el motivo de la mayoría de las veces:
una nueva manía.
Cuando eso pasaba entrabas corriendo a mi casa y te tirabas a lo loco
en cualquier puf o en el sofá. Recuerdo bien cuando te dio por los mitos
griegos. Fue después de que vieras el tema que estaba estudiando. Tenía mucho
que hacer aquel día, pero me senté y te escuché. Te habías pasado toda la noche
buscando información sobre aquellos seres. Me contabas apasionado los dramas
amorosos que se asemejaban a las telenovelas que veías. Solo que estos no
estaban en la televisión y eran entre dioses.
A mí todo aquello me parecía absurdo. Un montón de seres irreales que
no existieron y que jamás existirán. Te decía intentando apaciguarte que no
eran más que tonterías. Que te ciñeras a lo real. Entonces me mirabas con ojos
enfadados, y me decías que eso ya lo sabías, pero que un punto de fantasía no
destrozaba tus ideas. Volvías a lo que me estabas contando tras una pausa, como
si lo que te hubiera dicho te daba igual. Y tras un rato contándome los
diferentes mitos sobre el origen de las cosas conseguías captar mi atención.
Cuando pasaba eso te miraba con ojos curiosos, deseoso de saber más, de que me
contaras más. Al cabo de bastante rato te pedía que me dejaras hacer mis
trabajos y estudiar un rato, que por la tarde nos veríamos para compartir y
comparar ideas.
Me dejabas solo, con mis cosas de “persona mayor” como decías. Yo
organizaba el salón, porque tú lo habías desorganizado todo, y me sentaba a
estudiar, porque la semana siguiente o la próxima tenía exámenes que atender.
Luego llegaba la tarde, y de nuevo a la rotonda. Entonces me
preguntabas entusiasmado qué pareja de las que me había contado antes me
gustaba más.
Y yo pensaba, y mientras pensaba
tú ya habías comenzado con una ristra de nombres conjuntos de las parejas que
más te gustaban. Y cuando habías terminado yo te decía las mías. Tú siempre tan
impulsivo, sin esperar un minuto a que pudiera decir lo que quería…impaciente,
incansable, interminable y a veces resultabas agotador.
Cuantos momentos, cuantas conversaciones que quedaron borradas y
llevadas por el viento frío invernal, otoñal, entre las hojas, arrastradas por
el vendaval, sepultadas en la tumba que solo tú sabes donde está. ¿Cuándo
terminarás? Loco, demente, juguetón y saltarín. Imposible de frenar. Cabezota
cuando algo se te metía entre ceja y ceja, y no parabas hasta llegar a ello. La
verdad es que esa capacidad la admiro, y sé que tú también. Somos dos
luchadores ya viejos, cansados, exhaustos por lo que hemos pasado. En la última
recta, le damos una moneda a Caronte para que nos lleve en su barca por el lago
Averno. Y cuando llegamos a la puerta del Inframundo tú te das la vuelta, dices
que eres demasiado joven, que aún no te ha llegado el momento, que te quedan
energías y fuerzas aún para continuar. Me dices que burlarás la Muerte, que la
estrecharás la mano y te despedirás de ella, porque Ella también sabe que aún
es demasiado pronto. Y entonces te giras, antes de irte, me tiendes la mano y
me sonríes, como cuando no entiendes algo, igual. Y en ese momento te digo que
estoy muy cansado, que no tengo ganas de seguir, que mi juego ha terminado y he
perdido. Y no sé como tú me agarras del brazo, despides a Hades con la mano sonriendo y a su esposa Perséfone. Te
giras, me vuelves a ver a mirar, de nuevo me sonríes, y sin saber como esa
sonrisa me da fuerzas. Entonces ya somos dos los que caminamos de nuevo a la
vida. Caronte está en su barca, nos mira enrarecido, y tú le sonríes, y él
comprende. Nos permite subir de nuevo a su barca, pero esta vez vamos hacia un
sendero distinto. Nos cruza nuevamente el lago Averno en su barca y nos deja en
la orilla. Tú le vuelves a sonreír, siempre consigues burlar la Muerte, siempre
tiras de mí cuando ya estoy muerto, o pienso que lo estoy, y me agarras con
fuerza y me levantas, y entonces ya vuelvo a ser el mismo. Volverá a pasar el
tiempo hasta que volvamos a morir, pero sé que tú estarás ahí para burlarla e
irás repartiendo sonrisas risonas entre los demás, entonces sonreiré yo
también, y volveremos a quedar en la rotonda. Comentando como otra vez has conseguido
salir del fondo.
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