La deshonra de los
botones descosidos
“Estoy llegando a la conclusión de que soy obsesivo compulsivo.
Te contaré, mi querido amigo, las razones que me han llevado a
deducirlo: cierro continuamente las puertas de todas las habitaciones y de los
armarios en cuanto veo que alguna quedó abierta, no soporto una minúscula
arruga en las sábanas que cubren mi cama, todos los libros están colocados de
tal forma que en cuanto alguien entra en mi cuarto y me los descoloca me doy
cuenta enseguida y los vuelvo a poner en su posición inicial, también la punta
de los cuchillos al comer la tengo que colocar mirando hacia la derecha… Y
cosas por el estilo.
Amigo mío, ¿crees que me he vuelto loco?
Entonces me miras, y yo te miro pensativo, y me sonríes con la sonrisa
del gato Risón, y te empiezas a reír muy fuerte, y dices que estar loco no es
nada malo, y emocionado te alzas imponente y majestuoso con un brillo
infantil en los ojos y dices, con la
mano en el pecho como Napoleón, que todos los genios más maravillosos lo
estaban.
Pasado un rato vamos al café de los sofás de rayas azules y nos
sentamos.
Mientras pedimos te agachas porque crees que se te ha caído algo.
Lo encuentras: un botón. Uno de los múltiples que llevas con orgullo
luciendo en tu chaqueta.
Entonces me enfado porque pienso que ese botón debe de estar en su
sitio: entre el botón gordo amarillo y el chiquitito redondo azulado.
Y nos quedamos pensando en el botón, y en la deshonra que deben sentir
los botones descosidos, al no poder estar con los demás de su propia
especie. En eso tú me dices que esos
botones que se caen son especiales, (yo pienso que al igual que tú, especial,
pero me lo guardo para mis adentros) porque cuando alguien va caminando
pensando en sus cosas por la calle y de repente se encuentra un botón, lo
mirará sorprendido; y durante unos instantes olvidará lo que estaba pensando
para preguntarse por qué hay un botón tirado en la cuneta de la acera. Y nos
reímos, porque nos imaginamos la cara extrañada de la gente cuando se encuentra
un botón.
Y pasan lentamente las horas. Y se pone a llover. Y después de un largo
rato deliberando sobre esto, yo saco de uno de mis diversos bolsillos una
cajita pequeña blanca. Tú me preguntas que qué es. La abro y dentro hay una finita
aguja y unas minúsculas bobinas de hilo. Escojo el negro y te pido que me des
la chaqueta y el botón, para cosértelo.
Me miras raro porque no comprendes que tenga eso en mi bolsillo. Te
respondo paciente que es por si pasa algo como eso. De nuevo me observas muy
atentamente mientras coso el pequeño y morado botón.
Te digo al fijarme en tus ojos curiosos que lo único que se es coser un
botón. Tú me dices que ya te lo imaginabas, que lo entendías ahora porque te
preguntabas que de dónde sacaba tiempo para aprender a coser.
Te digo con una sonrisa paternal que saber coser un botón es esencial,
pero que no me parecía raro que tú no supieras. Esto nunca te ha interesado.
Cuando termino te doy la chaqueta y te la pones. Y al poco tiempo me
dices gracioso que soy obsesivo de las cosas curiosas.
Entonces te respondo con una sonrisa y un guiño que solamente soy
obsesivo de la deshonra de los botones descosidos.
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